Si un cáncer es un tumor que crece sin control, lo lógico es quitarlo, y si es posible hacerlo con pocos daños, está claro que cuanto antes mejor, no cabe pues pensárselo mucho. Los cirujanos estamos acostumbrados a explicar esto en otros tumores, y los pacientes nos entienden. Aceptan el miedo a la operación a cambio de una oportunidad clara de poder salvar sus vidas. Sin embargo en el caso de la próstata no es tan sencillo. Cada vez que atiendo a un varón que se sometió a análisis de sangre y se le descubrió un PSA elevado, luego sufrió en sus carnes una o varias biopsias de próstata y se le informó que albergaba un cáncer, cuando ya no quedan más dilaciones y debo informarle acerca del tratamiento, me pregunto cómo seré capaz de transmitirle las ventajas e inconvenientes de cada alternativa. Comienzo mi explicación con un resumen de este estilo: “puede usted operarse la próstata, puede someterse a radioterapia o puede no hacerse ningún tipo de tratamiento”. Luego, con mayor o menor fortuna intento argumentar que la diferencia de resultados entre las tres alternativas es muy escasa y la fiabilidad de los estudios que ilustran esas pequeñas diferencias también deja mucho que desear.
Durante la explicación se desmoronan los motivos por los que decidí hacerme cirujano. Yo quería atender a enfermos de verdad y poder ofrecerles tratamientos claramente eficaces, en lugar de eso me enfrento a enfermedades microscópicas y tratamientos que nadie consigue demostrar si mejoran claramente las espectativas respecto a no hacer absolutamente nada. Todo este embrollo necesita aclaraciones, pero las dejaremos para futuros post.
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